jueves, 24 de septiembre de 2009

La noche del día del juicio

Jeanette Muñoz
La noche del día del juicio no hubo traumas, no hubo gritos ni lloro ni pánico. La noche del día del juicio fue serena y calurosa. Las estrellas se quedaron cuajadas en el cuerpo de las aguas dormidas.
Mintieron quienes hablaron de una catastrófica tormenta. Se engañaron aquéllos que esperaban ver el despertar de los muertos y un juicio sumario en contra de los pecadores.
No. Dios no bajo blandiendo sobre su cabeza una espada de fuego. En el cielo, el hambre, la guerra, la peste y la destrucción brillaron por su ausencia. Nadie vio a la bestia profetizada, mucho menos a uno de los siete dragones que, según uno de mis amigos, vendría a segar la vida de los impíos.
Esa noche, una nube de sueño cayó por el mundo. El agua de los mares se detuvo y ya nunca más existieron las olas. La luna quedó prisionera bajo el agua, donde tal vez, un día de estos se ahogará.
Dormidos quedaron también los grillos residentes en los portales de las casas; las serpientes, las arañas, los mosquitos acechantes de los lechos de tantas doncellas angelicales que solían calmar con sus dedos las ansias de la media noche.
Las milpas también se durmieron. Indolentes, extendieron sus hojas al viento y se quedaron inertes, soñando, quizá, con el pequeño perro y el ejército de chaneques que las guardaría hasta el retorno del alba.
Una mujer joven, de grandes ojos y largas piernas, quedó tendida en el camino. La noche la había cogido y regresaba presurosa a su pueblo. Caminaba temerosa de ladrones y anuales, cuando sus ojos se cerraron y se desplomó. En casa, sus dos hijos ya no la esperarían, pues se habían dormido al calor de un fuego que también soñaba.
Allá, en el norte, los güeros de la policía fronteriza nada pudieron hacer para evitar que los nuestros trataran de cruzar a su patria. Sabían que debían disparar, encender las luces o azuzar a los perros contra toda esa gente de piel morena, pero no lo hicieron, prefirieron echarse encima sus chamarras verdes y recostarse sobre los asientos de sus camionetas.
No serán despedidos: los jefes duermen en sus oficinas, allá, en los rascacielos que algún día fueron construidos para desafiar a Dios. Los migrantes nunca llegaron a la otra orilla, quedaron flotando en un río perezoso que se negó a aceptarlos en sus entrañas.
En las ciudades, de repente todos los semáforos se pusieron en rojo para nunca más cambiar. Los autos se apagaron y los conductores cayeron en un letargo profundo. Unos reclinaron sus caras sobre los vidrios, otros echaron sus cabezas en los respaldos y otros más clavaron los rostros al centro de los volantes, provocando un barullo de jamás acabar.
Unos minutos antes del gran apagón, un hombre y una mujer entraron a la habitación 29 de un hotel de paso. Abrieron la puerta y penetraron al cuarto entre empellones y jadeos. Con un poco de torpeza y otro tanto de ternura, se desprendieron de sus ropas. Al igual que todo, la pareja se perdió en la inconsciencia. Él estaba dentro de ella cuando sucedió y, así, la mujer tendrá un sempiterno orgasmo que se convirtió, tiempo ha, en el mayor sueño de sus existencia.
En otro lugar, un hombre se retorcía del dolor en una cama. Moriría de cáncer, nadie lo cuidaba y a nadie, tampoco, le importaba el frío que oscurecía las cuencas de sus ojos y el febril temblor que convulsionaba sus miembros. Sólo la Muerte aguardaba paciente el término de la lucha. Se hallaba sentada a los pies del enfermo y, con expresión aburrida, fijaba su mirada vacía en las manos del moribundo. Cuando menos se lo esperaba, el hombre se quedó dormido, no muerto, como era de suponerse. Extrañada, la Muerte dejó su guadaña sobre la pared, se levantó, pero al dar el primer paso, sus huesos dieron contra el suelo y, después de muchos siglos, por primera vez durmió. Aún ahora es posible entrar a ese cuarto, para verla de frente, inofensiva e inerte. Cosa notable es la placidez de sus rasgos y el leve sonrojo que ilumina sus mejillas y su frente.
Mi mujer se desplomó sobre las piedras de la cocina. Cuando llegué a la casa, la levanté y la conduje a nuestra habitación. La arropé, para que, si un día despierta, no se vaya a resfriar. Ahí está su cuerpo suave y delgado enfundado en sus jeans y su blusa a cuadros. En sus párpados puedo distinguir algunas venitas azules y, cuando me siento solo, me acerco a ella, para sentir su calor y aliento. ¿Qué soñará? tal vez, donde ahora está yo me haya convertido en lo que ella necesita y quiere.
Probablemente, allá yo sea un buen hombre, alguien que escucha, no bebe y sería incapaz de dejar la pasta de dientes abierta.
Pues bien, resulta claro que a mí nada me queda. Todo sueña y, con ello, el mundo se preserva de su destrucción. Sé que en su sopor aún viven, pero no aquí, sino en otro universo, tal vez mucho más real que el silencio de éste, donde aún camino.
Los grillos, las aves, la gente, el viento, el mar, sí, todos duermen y yo velo y envidio su eterno descanso y su respiración acompasada. Para mí no hay futuro, pues ni siquiera puedo esperar el fin de mi existencia: no puedo morir, la parca descansa junto a la cama de un hombre que no alcanzó a ofrendar su último aliento.
Tiempo ha dejé de contar el paso de los días. ¿Meses, años, siglos? ¡qué importa ya!, todo es un transcurrir silencioso, sin sobresaltos, sin sufrimiento, pero también sin alegrías. Ya no hay emociones. Muchas veces me he preguntado por qué, entre todos, soy el único que sigo en pie, el único que no perdió la conciencia, el único que nunca se durmió.
Mi madre siempre tuvo razón: la cafeína me altera. Tal vez, sí esa noche no hubiese tomado las diez tazas de americano, yo sería uno más de los durmientes que, sin saberlo, sólo aguardan el fin de sus ensoñaciones.
No sé cuántas vueltas más deba dar la Tierra, para que al fin pueda hallar un consuelo para mis males. Ningún placer altera mis días, ningún fantasma ha descompuesto mis noches. Puesto que nadie me piensa y no se ha creado ningún concepto sobre mí, se podría decir que existo sin existir.
Vagaré… vagaré solo, siguiendo la trayectoria del planeta en un universo todavía desierto. La única esperanza que anima por momentos mi insomnio es la certeza de que todo lo que en algún momento tuvo un principio, tendrá un fin. Traslemos, rotemos, pues, hasta que el sol agote su última molécula de helio y arrastre con su explosión a los planetas que, ciegamente, obedecen los modelos de Kepler. Giremos, al fin y al cabo, el universo sufrirá una involución y llegaremos al momento mismo de toda muerte y toda creación.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Tamara de Lempicka: de la frivolidad a la protesta

Icono feminista, estereotipo de mujer independiente y triunfante en un mundo en transformación, artista de “los años locos”, exiliada de guerra, modelo de alta costura, seductora fatal y cortesana de Hollywood.
¿Quién fue Tamara de Lempicka? Su obra atestigua que ella es y fue el resultado inevitable de la confrontación entre una vida frívola desarrollada en los cafés y sitios de moda de las principales capitales del mundo, y la bohemia de los aristócratas exiliados a causa del avance alemán.
Conceptualizada como pintora Art Dẻco, Tamara de Lempicka combinó en su obra dos realidades paralelas: el dolor inherente a la guerra y a la barbarie nazi, y la fascinación de toda una generación por la modernización del mundo.
Luz eléctrica, velocidad desenfrenada, automóviles, aviación, nuevos estilos arquitectónicos, pero sobre todo, la liberación de los roles femeninos, motivaron la configuración de obras caracterizadas por el empleo de formas geométricas y superficies desdobladas a la usanza cubista.
Mujeres rubias de miradas desafiantes, senos cónicos y posturas insinuantes (Perspectiva, 1923; La túnica rosa, 1927; La bufanda naranja, 1927, entre otras) alternan con el retrato de una madre de rostro anguloso y sufriente, cuyos lánguidos miembros abrazan con ternura desesperante a un bebé, carne propicia para el sacrificio que, a costa de los más débiles, se lleva a cabo en la ciudad de calles angostas y casas sencillas que queda atrás (La huída, 1940).
La sensualidad, rebeldía y provocación inherente a algunos cuadros contrasta con la miseria y decadencia reflejadas en los pintados con el objeto de apoyar a los polacos que huían aterrorizados ante el imparable avance de la Segunda Guerra Mundial y, aún más, con el patetismo y necesidad de auxilio espiritual reflejado en las obras de temática religiosa creadas en los últimos años de vida de la también amiga de Coco Chanel.
La antítesis temática sólo es explicable por el alejamiento de Lempicka de los compromisos sociales enarbolados por movimientos de vanguardia como el cubismo, el expresionismo y el futurismo, pero su apego a la evolución, técnica y estilo de éstos.
Una de las controversias más frecuentes entre críticos y creadores, muy bien encarnada por la autora nacida en Varsovia, es el definir si el arte es sólo una manera de imitar o mejorar la naturaleza o, por el contrario, si es el vehículo idóneo para la expresión de la disidencia.
Los cambios sociales en Europa y el espíritu de decadencia presente en los años de entreguerras parecen contestar con la segunda opción la interrogante antes planteada. La pintura de aquellos años refleja más la descomposición moral y la fragmentación del universo humano que el espejo del mundo que pretendieron crear los artistas de otras épocas, por ello, quizá, los modelos de Lempicka muestran cierto desprecio a lo convencional, rebeldía manifiesta tanto en las sugerentes posturas de los personajes, como en el desaforado colorido de los óleos.
No obstante, el paisaje que constituye el fondo de los cuadros y algunas escenas tomadas de Nueva York o ciudades europeas, deja entrever al público la influencia que la pintura renacentista italiana, sobre todo la de Boticelli y Pontormo, tuvieron sobre la concepción estética de Tamara de Lempicka.
La muestra exhibida en el Museo del Palacio de Bellas Artes, constituye la primera exposición sobre la producción de la exiliada polaca en México y América Latina. Está integrada por 49 óleos, 15 obras en papel y 21 fotografías procedentes de colecciones privadas de varios países de Europa, Estados Unidos y México y, también, de museos de Francia y Polonia.
El recorrido está fragmentado en cuatro núcleos que representan etapas diferentes en la creación de Lempicka: Olvido y descubrimiento, Narcisismo a contraluz, Sujetos y afectos y Pintora de los años locos, en las cuales se incluyen algunas de las piezas que usó el curador Alan Blondel en la Galería de Luxemburgo de París, con el objeto de motivar, en 1972, la revalorización de la pintora, tras varios años de olvido.
Después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, a la Revolución de Octubre en Rusia, a la transición del zarismo al comunismo y al exilio, Tamara de Lempicka murió a los 82 años en Cuernavaca (1980). Su pintura reflejó todos los tipos humanos y sitios con los que se relacionó durante su nómada existencia: vivió en Varsovia, San Petesburgo, Moscú, París y Estados Unidos, sin embargo, ninguna de las obras pintadas en todos estos lugares, muestra tanta melancolía y destellos de luz como la naturaleza muerta reproducida en “Tres bambúes”, Morelos, cuadro donde una ventana transparente y una puerta abierta permite al curioso observar la vida vegetal que se extiende más allá del umbral en una caótica, pero a la vez armoniosa, combinación de claroscuros.


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