viernes, 7 de noviembre de 2008

¿Por quién doblan las campanas?

Querida Adriana:

¿Has escuchado a las campanas doblar? La muerte tiene múltiples maneras para herirnos y el final biológico no es la única forma de despedida.
Hace casi diez años que las campanas sonaron para mí, ¿lo recuerdas? estudiábamos aún en el CCH y tuve que acompañar a mi madre a Veracruz. Al llegar al pueblo, un monótono tañido arrancó lamentos a Josefina: su padre había muerto.
¿Sufrí por aquel incidente? No particularmente; en toda mi infancia no vi a aquel hombre más de tres veces, casi no recuerdo nada de él, salvo las eternas peroratas de sus días de locura, cuando a la medianoche tomaba a bien improvisar cantos sacros, donde la virgen María y "los maicitos” adquirían el mismo nivel divino, o cuando se desgañitaba exigiendo comida —a las tres de la mañana— a María, mi abuela…
"María, hija de la chingada, ¿a qué hora van a estar mis chilaquiles?"… y ella, taciturna, se levantaba para acercarse a su catre y decirle que su hija, la "Inita", estaba de visita y que él, con sus gritos, no sólo iba a despertar a "los chiquillos" (léase mi hermano Joan y yo), sino a todo el vecindario.
"¿La Ina?", preguntaba un tanto sorprendido mi abuelo, a pesar de haber estado con mi madre toda la tarde. Mamá acomodaba mi cabeza en la almohada y se dirigía a la habitación de Guillermo: "ya duérmete, apá, ya es muy tarde".
Él la miraba unos minutos y, finalmente, fingía que dormía. Muchos años tuvo que aguantar María la locura de quien fue su esposo, desde mucho antes de que llegara su primera menstruación.
El aviso llegó por la noche —como suelen hacer las aves agoreras—, sonó el teléfono, mi papá contestó y, minutos después, vinieron los sollozos, las carreras y los fútiles esfuerzos por conseguir el dinero necesario para el funeral.
Si la memoria no me falla, aquella noche, yo leía el Werther de Goethe en la sala y mi hermano pretendía hacer su tarea en la cocina. Mamá entró (no sé porqué la recuerdo con el vestido negro de lunares blancos que traía puesto el día de la muerte de su hermano Alfonso, un par de años antes) y, tratando de contener los sollozos, nos informó que nuestro abuelo había muerto.
Pronto distinguí el enrojecimiento de la cara y los pliegues que se forman en la frente de Joan, cada vez que está a punto de llorar. Él lo quería y, supongo, que aún ahora, lo recuerda con cariño, pues en las pocas ocasiones que llegamos a ir de visita al pueblo, mi abuelo lo llevaba al barbecho o a la finca. Salían al camino de la mano, Guillermo con su camisa de franela a cuadros y un bordón para no perder el equilibrio, y Joan con la sonrisa de quien tiene siete años y no puede desear nada más que un viejo y ennegrecido sombrero de palma en la cabeza, una canasta con el almuerzo de mi tío en una mano y la posibilidad latente de mirar, tan sólo de reojo, a Carmelita, "corazón de chocolate", la vecina de ojitos verdes.
Yo también lloré y sólo ahora me atrevo a confesar que lo hice por motivos totalmente egoístas: esa semana iría a una comida con ciertos colombianos bastante guapos —al menos así me parecían a mis 16 años… bueno, también a mis 26—y ahora, me veía obligada a abandonar todos mis proyectos, por el deber de acompañar a mamá a Veracruz, pues Manuel, mi papá, no podía dejar el trabajo, Joan se quedaría para la escuela (estaba a punto de reprobar unas materias) y yo pasaba mis días holgazaneando, la UNAM se encontraba en huelga.
Al ver que los dos llorábamos, ella trató de tranquilizarnos y de explicarnos que mi abuelo había muerto porque ya estaba "muy viejito" y era preferible lo que estábamos pasando a que él hubiera sufrido durante largo tiempo por alguna enfermedad.
De muy mala gana, tomé un par de blusas, una chamarra y unos pantalones, los empaqué y subí al taxi que nos llevaría hasta la terminal de autobuses. Josefina no durmió en el camión, llegamos a Xalapa como a las tres de la mañana y, a esa hora, decidí desayunar. Ella no comió nada, ni siquiera quiso beber un café, ya no lloraba, pero sus ojos estaban anormalmente rojos. Tampoco quería hablar conmigo y se limitaba a ver hacia el frente, mientras esperábamos a que amaneciera, para poder tomar un transporte al pueblo, situado a unas dos horas de la capital.
Nunca dejé de hacer cálculos, todo el camino me la pasé observando vacas por la ventanilla y planeando estrategias para regresar pronto: "hoy lo entierran, otro día para descansar, uno para regresar y… ya está, en cuatro días puedo volver e ir a comer con Cocorro, Adriana y, claro está, con Esteban… ¡ah, qué bonitos ojos tiene Esteban!".
Llegamos a Cerrillos, es el nombre del lugar donde nació mi mamá, alrededor de las ocho de la mañana. Al abrir la puerta del taxi, me recibió el tétrico lamento de las campanas del pueblo, doblaban por mi abuelo.
Mamá no pudo reprimirse por más tiempo. Me dejó a la mitad de la calle empedrada, con las maletas tiradas a mis pies, y sitiada por la mirada curiosa de media decena de lugareños de hablar entrecortado, bigotes ralos y dientes de oro.
—Buenos días—, aventuré para salir del paso. Ellos, los amigos de mi abuelo, me contestaron e iniciaron el interrogatorio:"¿tú eres la hija de la Ina, verdá?", "¿y vienen solas verdá?","¿y tú papa (sic) no va a venir?", "¿querías mucho al ‘indio’?"…Contrariada, esperaba el regreso de mi madre, para que pudiera ayudarme con las mochilas y pagara al taxista…"sí señor, soy yo", "sí señor llegamos a las tres a Xalapa","no señor, tenía que trabajar, pero va a venir a recogernos", "no sé quién sea el ‘indio’, señor… ¡ah, mi abuelo!, sí señor lo quería mucho", "claro, debemos ser fuertes, así es la vida"…
Al entrar en la casa, me llamó la atención el trajín de muchas mujeres en la sala. Unas ponían flores en vasos de vidrio, otras encendían veladoras, algunas entraban y salían de la cocina al patio con recipientes de barro o aluminio entre las manos. De no ser por el cadáver cubierto con sábanas blancas que estaba sobre una mesa de madera, cualquiera se hubiera atrevido a jurar que aquellas figuras de delantal de cuadritos, trenzas largas y vestidos floreados se preparaban para una fiesta.
Entré a la cocina sin que nadie reparara en mí. Mi abuela miraba las ascuas del fogón, mientras se cubría la cabeza con un reboso azul marino y se mecía casi imperceptiblemente en una silla de madera a punto de quebrarse de tan vieja que era. ¿Qué le podía decir?, me acerqué, me arrodillé para quedar a la altura de su cara y le di un beso en la frente. "Mi niña, ¡qué bueno que vinites!", tras una breve mirada, rompió en sollozos. Me limité a abrazarla.
Un par de horas después, llegaron unos hombres con un ataúd demasiado grande para mi abuelo. El féretro me pareció demasiado colorido para la ocasión, era morado y estaba circundado por hilitos de color amarillo. La tapa estaba separada de la caja.
Con extraordinaria fortaleza, mi madre y abuela contemplaban cómo colocaban el cuerpo dentro del cajón. Mamá se acercó a hablar con Guillermo —hasta hoy ignoro lo que le dijo— y se despidió con un beso.
No creo haber vivido nada más terrible, esos segundos quitaron el egoísmo de mí y, por primera vez, lloré con sinceridad, no por mi abuelo, sino por el dolor de Josefina, a quien amo más que a nadie, y los angustiosos lamentos de mi abuela. Un hombre se acercó a clavar la tapa. Para mí, cada uno de los golpes resonarán para siempre, porque se mezclaron con los gritos de mamá y el doblar de las campanas.
Regresamos a la ciudad quince días después y, en realidad, ya no me importaba el haber perdido la reunión, mi abuela dejó su pueblo y se quedó a vivir con nosotros.
Aquel día de los dobles, la muerte me tocó por primera vez, no porque se haya llevado a alguien que yo quería, sino porque había desgarrado la alegría de mi madre. Desde entonces, Adriana, he de confesar que tengo miedo a la muerte, no a la mía, sino a la de quienes amo. ¿Qué haría yo si me dejan?
Por último, debo aceptar que tengo cierta morbosa curiosidad por saber cómo sonarán las campanas, cuando doblen por mí.

Tu siempre querida
Jeanette

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