Jeanette Muñoz
La noche del día del juicio no hubo traumas, no hubo gritos ni lloro ni pánico. La noche del día del juicio fue serena y calurosa. Las estrellas se quedaron cuajadas en el cuerpo de las aguas dormidas.
Mintieron quienes hablaron de una catastrófica tormenta. Se engañaron aquéllos que esperaban ver el despertar de los muertos y un juicio sumario en contra de los pecadores.
No. Dios no bajo blandiendo sobre su cabeza una espada de fuego. En el cielo, el hambre, la guerra, la peste y la destrucción brillaron por su ausencia. Nadie vio a la bestia profetizada, mucho menos a uno de los siete dragones que, según uno de mis amigos, vendría a segar la vida de los impíos.
Esa noche, una nube de sueño cayó por el mundo. El agua de los mares se detuvo y ya nunca más existieron las olas. La luna quedó prisionera bajo el agua, donde tal vez, un día de estos se ahogará.
Dormidos quedaron también los grillos residentes en los portales de las casas; las serpientes, las arañas, los mosquitos acechantes de los lechos de tantas doncellas angelicales que solían calmar con sus dedos las ansias de la media noche.
Las milpas también se durmieron. Indolentes, extendieron sus hojas al viento y se quedaron inertes, soñando, quizá, con el pequeño perro y el ejército de chaneques que las guardaría hasta el retorno del alba.
Una mujer joven, de grandes ojos y largas piernas, quedó tendida en el camino. La noche la había cogido y regresaba presurosa a su pueblo. Caminaba temerosa de ladrones y anuales, cuando sus ojos se cerraron y se desplomó. En casa, sus dos hijos ya no la esperarían, pues se habían dormido al calor de un fuego que también soñaba.
Allá, en el norte, los güeros de la policía fronteriza nada pudieron hacer para evitar que los nuestros trataran de cruzar a su patria. Sabían que debían disparar, encender las luces o azuzar a los perros contra toda esa gente de piel morena, pero no lo hicieron, prefirieron echarse encima sus chamarras verdes y recostarse sobre los asientos de sus camionetas.
No serán despedidos: los jefes duermen en sus oficinas, allá, en los rascacielos que algún día fueron construidos para desafiar a Dios. Los migrantes nunca llegaron a la otra orilla, quedaron flotando en un río perezoso que se negó a aceptarlos en sus entrañas.
En las ciudades, de repente todos los semáforos se pusieron en rojo para nunca más cambiar. Los autos se apagaron y los conductores cayeron en un letargo profundo. Unos reclinaron sus caras sobre los vidrios, otros echaron sus cabezas en los respaldos y otros más clavaron los rostros al centro de los volantes, provocando un barullo de jamás acabar.
Unos minutos antes del gran apagón, un hombre y una mujer entraron a la habitación 29 de un hotel de paso. Abrieron la puerta y penetraron al cuarto entre empellones y jadeos. Con un poco de torpeza y otro tanto de ternura, se desprendieron de sus ropas. Al igual que todo, la pareja se perdió en la inconsciencia. Él estaba dentro de ella cuando sucedió y, así, la mujer tendrá un sempiterno orgasmo que se convirtió, tiempo ha, en el mayor sueño de sus existencia.
En otro lugar, un hombre se retorcía del dolor en una cama. Moriría de cáncer, nadie lo cuidaba y a nadie, tampoco, le importaba el frío que oscurecía las cuencas de sus ojos y el febril temblor que convulsionaba sus miembros. Sólo la Muerte aguardaba paciente el término de la lucha. Se hallaba sentada a los pies del enfermo y, con expresión aburrida, fijaba su mirada vacía en las manos del moribundo. Cuando menos se lo esperaba, el hombre se quedó dormido, no muerto, como era de suponerse. Extrañada, la Muerte dejó su guadaña sobre la pared, se levantó, pero al dar el primer paso, sus huesos dieron contra el suelo y, después de muchos siglos, por primera vez durmió. Aún ahora es posible entrar a ese cuarto, para verla de frente, inofensiva e inerte. Cosa notable es la placidez de sus rasgos y el leve sonrojo que ilumina sus mejillas y su frente.
Mi mujer se desplomó sobre las piedras de la cocina. Cuando llegué a la casa, la levanté y la conduje a nuestra habitación. La arropé, para que, si un día despierta, no se vaya a resfriar. Ahí está su cuerpo suave y delgado enfundado en sus jeans y su blusa a cuadros. En sus párpados puedo distinguir algunas venitas azules y, cuando me siento solo, me acerco a ella, para sentir su calor y aliento. ¿Qué soñará? tal vez, donde ahora está yo me haya convertido en lo que ella necesita y quiere.
Probablemente, allá yo sea un buen hombre, alguien que escucha, no bebe y sería incapaz de dejar la pasta de dientes abierta.
Pues bien, resulta claro que a mí nada me queda. Todo sueña y, con ello, el mundo se preserva de su destrucción. Sé que en su sopor aún viven, pero no aquí, sino en otro universo, tal vez mucho más real que el silencio de éste, donde aún camino.
Los grillos, las aves, la gente, el viento, el mar, sí, todos duermen y yo velo y envidio su eterno descanso y su respiración acompasada. Para mí no hay futuro, pues ni siquiera puedo esperar el fin de mi existencia: no puedo morir, la parca descansa junto a la cama de un hombre que no alcanzó a ofrendar su último aliento.
Tiempo ha dejé de contar el paso de los días. ¿Meses, años, siglos? ¡qué importa ya!, todo es un transcurrir silencioso, sin sobresaltos, sin sufrimiento, pero también sin alegrías. Ya no hay emociones. Muchas veces me he preguntado por qué, entre todos, soy el único que sigo en pie, el único que no perdió la conciencia, el único que nunca se durmió.
Mi madre siempre tuvo razón: la cafeína me altera. Tal vez, sí esa noche no hubiese tomado las diez tazas de americano, yo sería uno más de los durmientes que, sin saberlo, sólo aguardan el fin de sus ensoñaciones.
No sé cuántas vueltas más deba dar la Tierra, para que al fin pueda hallar un consuelo para mis males. Ningún placer altera mis días, ningún fantasma ha descompuesto mis noches. Puesto que nadie me piensa y no se ha creado ningún concepto sobre mí, se podría decir que existo sin existir.
Vagaré… vagaré solo, siguiendo la trayectoria del planeta en un universo todavía desierto. La única esperanza que anima por momentos mi insomnio es la certeza de que todo lo que en algún momento tuvo un principio, tendrá un fin. Traslemos, rotemos, pues, hasta que el sol agote su última molécula de helio y arrastre con su explosión a los planetas que, ciegamente, obedecen los modelos de Kepler. Giremos, al fin y al cabo, el universo sufrirá una involución y llegaremos al momento mismo de toda muerte y toda creación.
Mintieron quienes hablaron de una catastrófica tormenta. Se engañaron aquéllos que esperaban ver el despertar de los muertos y un juicio sumario en contra de los pecadores.
No. Dios no bajo blandiendo sobre su cabeza una espada de fuego. En el cielo, el hambre, la guerra, la peste y la destrucción brillaron por su ausencia. Nadie vio a la bestia profetizada, mucho menos a uno de los siete dragones que, según uno de mis amigos, vendría a segar la vida de los impíos.
Esa noche, una nube de sueño cayó por el mundo. El agua de los mares se detuvo y ya nunca más existieron las olas. La luna quedó prisionera bajo el agua, donde tal vez, un día de estos se ahogará.
Dormidos quedaron también los grillos residentes en los portales de las casas; las serpientes, las arañas, los mosquitos acechantes de los lechos de tantas doncellas angelicales que solían calmar con sus dedos las ansias de la media noche.
Las milpas también se durmieron. Indolentes, extendieron sus hojas al viento y se quedaron inertes, soñando, quizá, con el pequeño perro y el ejército de chaneques que las guardaría hasta el retorno del alba.
Una mujer joven, de grandes ojos y largas piernas, quedó tendida en el camino. La noche la había cogido y regresaba presurosa a su pueblo. Caminaba temerosa de ladrones y anuales, cuando sus ojos se cerraron y se desplomó. En casa, sus dos hijos ya no la esperarían, pues se habían dormido al calor de un fuego que también soñaba.
Allá, en el norte, los güeros de la policía fronteriza nada pudieron hacer para evitar que los nuestros trataran de cruzar a su patria. Sabían que debían disparar, encender las luces o azuzar a los perros contra toda esa gente de piel morena, pero no lo hicieron, prefirieron echarse encima sus chamarras verdes y recostarse sobre los asientos de sus camionetas.
No serán despedidos: los jefes duermen en sus oficinas, allá, en los rascacielos que algún día fueron construidos para desafiar a Dios. Los migrantes nunca llegaron a la otra orilla, quedaron flotando en un río perezoso que se negó a aceptarlos en sus entrañas.
En las ciudades, de repente todos los semáforos se pusieron en rojo para nunca más cambiar. Los autos se apagaron y los conductores cayeron en un letargo profundo. Unos reclinaron sus caras sobre los vidrios, otros echaron sus cabezas en los respaldos y otros más clavaron los rostros al centro de los volantes, provocando un barullo de jamás acabar.
Unos minutos antes del gran apagón, un hombre y una mujer entraron a la habitación 29 de un hotel de paso. Abrieron la puerta y penetraron al cuarto entre empellones y jadeos. Con un poco de torpeza y otro tanto de ternura, se desprendieron de sus ropas. Al igual que todo, la pareja se perdió en la inconsciencia. Él estaba dentro de ella cuando sucedió y, así, la mujer tendrá un sempiterno orgasmo que se convirtió, tiempo ha, en el mayor sueño de sus existencia.
En otro lugar, un hombre se retorcía del dolor en una cama. Moriría de cáncer, nadie lo cuidaba y a nadie, tampoco, le importaba el frío que oscurecía las cuencas de sus ojos y el febril temblor que convulsionaba sus miembros. Sólo la Muerte aguardaba paciente el término de la lucha. Se hallaba sentada a los pies del enfermo y, con expresión aburrida, fijaba su mirada vacía en las manos del moribundo. Cuando menos se lo esperaba, el hombre se quedó dormido, no muerto, como era de suponerse. Extrañada, la Muerte dejó su guadaña sobre la pared, se levantó, pero al dar el primer paso, sus huesos dieron contra el suelo y, después de muchos siglos, por primera vez durmió. Aún ahora es posible entrar a ese cuarto, para verla de frente, inofensiva e inerte. Cosa notable es la placidez de sus rasgos y el leve sonrojo que ilumina sus mejillas y su frente.
Mi mujer se desplomó sobre las piedras de la cocina. Cuando llegué a la casa, la levanté y la conduje a nuestra habitación. La arropé, para que, si un día despierta, no se vaya a resfriar. Ahí está su cuerpo suave y delgado enfundado en sus jeans y su blusa a cuadros. En sus párpados puedo distinguir algunas venitas azules y, cuando me siento solo, me acerco a ella, para sentir su calor y aliento. ¿Qué soñará? tal vez, donde ahora está yo me haya convertido en lo que ella necesita y quiere.
Probablemente, allá yo sea un buen hombre, alguien que escucha, no bebe y sería incapaz de dejar la pasta de dientes abierta.
Pues bien, resulta claro que a mí nada me queda. Todo sueña y, con ello, el mundo se preserva de su destrucción. Sé que en su sopor aún viven, pero no aquí, sino en otro universo, tal vez mucho más real que el silencio de éste, donde aún camino.
Los grillos, las aves, la gente, el viento, el mar, sí, todos duermen y yo velo y envidio su eterno descanso y su respiración acompasada. Para mí no hay futuro, pues ni siquiera puedo esperar el fin de mi existencia: no puedo morir, la parca descansa junto a la cama de un hombre que no alcanzó a ofrendar su último aliento.
Tiempo ha dejé de contar el paso de los días. ¿Meses, años, siglos? ¡qué importa ya!, todo es un transcurrir silencioso, sin sobresaltos, sin sufrimiento, pero también sin alegrías. Ya no hay emociones. Muchas veces me he preguntado por qué, entre todos, soy el único que sigo en pie, el único que no perdió la conciencia, el único que nunca se durmió.
Mi madre siempre tuvo razón: la cafeína me altera. Tal vez, sí esa noche no hubiese tomado las diez tazas de americano, yo sería uno más de los durmientes que, sin saberlo, sólo aguardan el fin de sus ensoñaciones.
No sé cuántas vueltas más deba dar la Tierra, para que al fin pueda hallar un consuelo para mis males. Ningún placer altera mis días, ningún fantasma ha descompuesto mis noches. Puesto que nadie me piensa y no se ha creado ningún concepto sobre mí, se podría decir que existo sin existir.
Vagaré… vagaré solo, siguiendo la trayectoria del planeta en un universo todavía desierto. La única esperanza que anima por momentos mi insomnio es la certeza de que todo lo que en algún momento tuvo un principio, tendrá un fin. Traslemos, rotemos, pues, hasta que el sol agote su última molécula de helio y arrastre con su explosión a los planetas que, ciegamente, obedecen los modelos de Kepler. Giremos, al fin y al cabo, el universo sufrirá una involución y llegaremos al momento mismo de toda muerte y toda creación.
2 comentarios:
felicidades Jeanette, eres excelente periodista, escribes muy bien sigue explotando tu don, pues Dios no se equivocó al dartelo.
Amiguita Jeanette..! Creo que tiene una manera brillante y un don para escribir.!!! A pesar...de que al parecer no comprendi muy bien la idea principal..me parecio muy real y de miedo jaja! pero.. a quièn no le da miedo que llegue ese dia no?? jaja en fin para qe pensar en estooo si mejor puedo hacer otras cosas productivas..!!! Felicidades y que los exitos sigan!
Atte. Tu mejor alumno! jaja
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