El mundo es una superficie plana sostenida por una tortuga gigante que a su vez se apoya en una torre interminable de elefantes. Si se pregunta qué hay debajo de esos elefantes, la respuesta lógica es “más elefantes”. Tal vez, sea preferible, afirmar, como lo hizo el clérigo Nicolás Copérnico, que el centro del universo es el sol, pero negarnos a aceptar, a pesar de toda la evidencia empírica, que los planetas se mueven en órbitas elípticas, pues el movimiento circular es la tendencia perfecta diseñada por Dios.
Pero, mejor ¿qué tal si dedicamos toda nuestra vida a demostrar que la distancia entre cada planeta está dada por la idea divina de encajar figuras de sólidos geométricos entre las órbitas y descubrir, casi por error, las tres leyes astronómicas que hicieron inmortales a Kepler? A Galileo no le va mejor, nunca dijo “pero se mueve”, ni tampoco realizó las pruebas de caída libre en la torre inclinada de Pisa… de hecho, su mayor ambición era demostrar que él era el hombre más inteligente de su época, soberbia que lo llevó a protagonizar el más sonado conflicto entre la Iglesia y la Ciencia.
¿Qué decir de la concepción astronómica actual? Hablamos de un universo en expansión sin tener claro hacia dónde crecemos. El mundo es cómo el hombre lo piensa y lo imagina. Si en determinada época se creía en un cielo y en un infierno, esta concepción marcó las pautas de comportamiento no sólo del común de la gente, sino también el de los grandes genios que vivieron en esos años, quienes a pesar de ser desmentidos una y otra vez por sus propios cálculos, seguían firmes en la persecución de un modelo que no entrara en conflicto con sus propias creencias.
Los grandes descubrimientos, afirma el escritor Arthur Koestler, no se dan como un proceso racional, sino son el resultado de la tendencia de los gigantes a caminar adormecidos por el sistema de sus propios siglos, pero guiados por la misma misteriosa fuerza que ayuda a los sonámbulos a permanecer vivos y superar obstáculos, a pesar de desplazarse en un estado de inconsciencia. En el caso de los científicos, la bruma está dada por las definiciones de su época y por las pasiones, capaces de hacer tambalear hasta a las más sólidas construcciones matemáticas.
Bibliografía:
Koestler, Arthur. Los sonámbulos. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2007, 496 pp.
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