Un olor dulzón, a guayaba podrida, se extiende por todo el templo. Festín de moscas: vuelan, se posan sobre las paredes manchadas, las sillas de plástico grises de mugre, las flores, las frutas en descomposición, el adorno de noche buenas artificiales colgado de la pared en pleno mayo… ávidas, succionan la sangre de los fieles que musitan una oración con la mirada sumisa de quienes se saben en presencia de un superior.
La Niña Blanca Santita, la Catrina, la Flaquita, para mayores señas, la Muerte, observa impávida, mientras exhibe su traje blanco. La cabellera larga empuja al vacío de los ojos, a la sonrisa fría y a la mano descarnada, larga, que se extiende a los feligreses.
Arrastrándose, entra una mujer al templo. Parece más vieja de lo que realmente es, su cara refleja angustia, dolor y una completa fe en la imagen a la que se acerca. “Nunca me falla”, explicará más tarde, haciendo referencia al “ángel bueno”, a la muerte representada como una mujer con alas. “Le he pedido de todo, menos dinero, porque ese me lo gano yo con mi trabajo. Es muy milagrosa”, explica la penitente, al fijar sus ojos en el altar principal, donde “la Santa” es la invitada central en un espacio que debe compartir con esculturas más familiares: un niño Dios, un Cristo agonizante en la cruz, la mater dolorosa y, por supuesto, Lupita, quien, por esta vez, ha de conformarse con compartir un rincón, con unas plantas y una olla tamalera abandonada.
Al número 35 de la calle Bravo en Tepito, llegan parejas, matrimonios con niños, mujeres de brazos tatuados con osamentas y guadañas, hombres, borrachos que, a gritos, demuestran su afecto por “la Niña” y quienes, a toda costa, buscarán la oportunidad de regalarla con una canción: “la letra es lo de menos, lo importante es que salga del corazón”. Acuden al toque de las campanas. A las cinco comienza el rito. El sacerdote, de atuendo morado, preside los rezos. Ella, la alabada, es la Jefa, la patrona de carteristas, prostitutas, maras, ladrones, presos y narcos; pero también de aquellos a quienes “no les cumplieron” ni San Judas ni la Virgen de Guadalupe.
“Con la brujería de hoy”, anuncia el padre Carlos, “vamos a pedirle a la Santa que nos libre de las envidias, del mal de ojo, de los hechizos y las maldiciones; ya verán hermanitos, en esta misma semana se nos concederá lo que estamos pidiendo”. Las personas escuchan; esperanzadas, se “limpian” el cuerpo con las veladoras compradas segundos antes en un aparador frente a la oficina (dos por cincuenta pesos), las frotan sobre sus cabezas, levantan brazos y piernas. Al terminar, la ayudante pasa a encender las mechas; en su mano izquierda lleva una red, donde va recogiendo las limosnas, mientras el sacerdote dirige la oración: “Dios todo poderoso, Padre Hijo y Espíritu Santo, te pido permiso para venerar a la Santa Muerte, mi niña blanca, bendito ángel que tú enviaste en mi auxilio, quiero pedirte de todo corazón que rompas y destruyas todo hechizo, encantamiento, oscuridad que se presente en mi persona, casa, trabajo, camino. Que quite la envidia, pobreza, desempleo y la traición…”
Tras la comunión, los fieles salen del templo, con ellos llevan imágenes rociadas con agua bendita. Parece que la Santa los sigue: en muchas esquinas de la colonia Morelos pueden verse altares dedicados a ella. Se muestra de todas las maneras imaginables, desde aquellas agresivas, más propias de las playeras de los metaleros, hasta las simpáticas y engalanadas, cuyo modelo fueron los grabados de José Guadalupe Posadas, pasando, claro está, por la clásica de túnica negra y guadaña, y la de cabello largo, coronada con una tiara de plástico dorado o de fantasía.
“En todo, seño, en todo me ha ayudado mi madre. Yo vengo desde Guanajuato nada más a verla, allá toda mi familia y conocidos creen mucho en ella”, cuenta orgullosa Margarita Ortiz, frente a las decenas de flores que adornan el altar de la esquina de Alfarería y Mineros, uno de los más concurridos de Tepito, por su tamaño y antigüedad (6 años, explica Enriqueta Romero, dueña del lugar).
El culto a la Santa Muerte, cuyos orígenes aún no son del todo claros, se ha multiplicado, según la maestra en Antropología social, Katia Perdigón, durante los últimos 15 años, dando lugar a la proliferación de centros de culto improvisados y a la popularización de fetiches vendidos en tianguis de la Ciudad de México y de varios estados de la República.
El 12 de agosto del 2007, David Romero, considerado arzobispo primado de la Iglesia Santa, Católica, Apostólica, Tradicional México- Estados Unidos (la Secretaria de Gobernación señaló el 22 de noviembre de ese año que la iglesia carecía de personalidad jurídica, por lo cual tiene prohibido ostentarse como asociación religiosa) canonizó al “Ángel de la Santa Muerte”, una figura de bulto con forma de mujer alada; sin embargo, los creyentes prefieren venerar a la imagen tradicional de la osamenta, pues ella representa, de forma más fiel, el miedo y la violencia de nuestros días.
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